Una amiga me informó ayer de su muerte. Recordé en ese instante la conversación que mantuvimos. Y no sentí dolor. Fue como si viviera un episodio más de una vida -la suya- dedicada a los demás: su generosidad, su capacidad de perdón, su buen humor, cuando me contaba aspectos dramáticos de su vida, suavizándolos con esa sonrisa que te ganaba y con la que entraba directo al corazón.
No sé donde van esas gentes buenas cuando mueren. Yo creo que se quedan en el alma de cuantos les conocimos. Para mí será difícil olvidar a Miguel, sus lucha, su entrega. El no necesita de un Papa que lo haga santo. Miguel se quedará con nosotros, mientras seamos capaces de recordar su vida, su ejemplo de hombre bueno y generoso, y su sonrisa.
Rodolfo Serrano
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