Los girasoles ciegos
De José Luis Cuerda
Basada en la novela homónima de Alberto Méndez
(El contraejemplo de Miguel Núñez)
El comienzo de la película,
situada en 1940,
es toda una lección magistral
de los auténticos inventores del “Coaching”:
El rector de un seminario,
personaje interpretado, magníficamente,
por José Angel Egido,
trata de convencer a un seminarista ( Raúl Arévalo),
próximo a ordenarse como sacerdote,
de que no abandone.
Ningún argumento del ya diácono,
por incompatible que parezca con la excelsa tarea
de formar buenos cristianos,
desvía al especialista de su misión:
No se puede tirar por la borda
el trabajo invertido en un ya casi cura.
Hay que ganar la partida
a las flaquezas de la carne.
El acostarse con prostitutas
son cosas propias de soldados en guerra
(o mejor, en cruzada)
contra los enemigos de la Iglesia.
De nada sirve la confesión de
los asesinatos cometidos
(eso sí, de putos rojos),
ni la pérdida de la fe,
para que el Rector desista de su empeño.
Los pecados se perdonan
(y para eso está él)
y la fe se recupera
con prácticas tan nobles
como la educación de niños
(también para eso está él
como experto entrenador de entrenadores).
Nada mejor que comenzar a ejercitarse
en el papel de formador.
No cabe duda,
que nada enseña más que dar clases,
y, en cuestiones de fe,
nada mejor que repetir a niños
aquello en lo que uno no cree
como si, en realidad, se creyera.
Mediante esa labor,
aunque no se termine creyendo,
al menos, se aprende a aparentarlo.
Las explicaciones de la Biblia
resultan, hoy día, grotescas,
pero reflejan, fielmente, las prácticas de entonces.
Después de esta presentación,
el director de la película,
sólo necesita mostrarnos al nuevo “Coach”,
ejerciendo su papel:
“Más importante que saber matemáticas es ser persona,
Lo que equivale a ser cristiano
(de la iglesia franquistas)
y español
(de la España de Franco)”.
Ahí queda eso.
El retrato robot es para echarse a temblar:
El personaje central de la película
es facha, casi cura, soldado intermitente
y español (de los de Franco).
Cuatro personajes en uno:
Demasiado.
Hasta aquí, si no se es franquista,
la película resulta creíble y soportable.
Quien sea franquista,
lo mejor es que se abstenga
de ir a verla.
Seguramente, se le revuelvan las tripas,
tanto al ver el proceso de caracterización del protagonista
como al ver la repetida escenificación del “Cara al sol”.
Se nota que hay una clara intención
de dar una imagen represora del colegio
que, por encima de colegio religioso,
es un colegio franquista.
Si, a los quince minutos,
no ha dejado de ver la película,
aún siendo adicto al régimen de Franco,
el resto de la película se le hará más llevadera
ya que pronto entra en escena
una familia de comunistas,
dominada por el miedo,
con un niño encantador.
Lorenzo (Roger Princep)
es capaz de mentir
por miedo
para dar cobertura a su familia.
Miedo más que justificado
ante el represor y desvergonzado
comportamiento de la policía
en cada registro
y del aprendiz de cura,
en busca de los favores de la sensual dama
(Maribel Verdú).
Es el miedo lo que lleva,
a Ricardo (Javier Cámara),
a la cobardía de vivir escondido en un falso armario.
Es el miedo lo que le lleva a hacer pasar a su mujer
por traductora de textos en alemán
para un educado y convencido colaborador nazi.
Es el miedo lo que le lleva a sufrir, en la trastienda,
el horror de las periódicas visitas de la policía
o del maestro-cura-soldado que acosa a su mujer.
También es el miedo lo que lleva
a los más jóvenes,
Elenita (Irene Escolar) y Lalo (Martín Rivas)
a la huida
desorganizada e imprudente.
En ambos casos,
la poesía aparece como la levadura
que alimenta la ideología de Ricardo y de Lalo
y que les lleva a ser perseguidos, primero
y, a la muerte, después.
Estremecedor resulta el poema
de Antonio Machado
que recita Javier Cámara.
Dramática resulta la huida por el bosque
de Lalo y su mujer-niña-embarazada.
Todos ellos,
por razones ideológicas,
pierden la vida:
Ricardo, arrojándose por la ventana de su casa
huyendo de la inminente llegada de la policía;
Lalo, y su hijo recién nacido, mueren
a manos de una eficaz y cumplidora policía fronteriza,
lo que añade más dramatismo
a la pérdida, en el proceso de huida,
de una jovencísima parturienta,
Al resto de la familia, madre e hijo,
sólo les queda
huir a refugiarse en casa de una tía,
en un pueblo perdido
de la España profunda.
Como mensaje final:
Nada más bajarse del autobús,
y después de saludar a su enlutada tía,
lo primero que encuentran
es una pareja
de la lorquiana Guardia Civil caminera.
Con independencia de las cosas que pasan,
la clave de la película,
es la cobardía.
No la imposibilidad del amor de la mujer
con su amedrentado marido
o con el inmoral soldado-diácono-soldado.
Si cobarde es quien no se organiza para la lucha,
más cobarde es quien,
no sólo no acepta a quien piensa distinto,
sino que aprovecha su situación de poder para destruirlo.
Más cobarde es el aprendiz de cura
que el cultivado comunista
que se arroja por la ventana
como solución definitiva a sus sufrimientos.
El primero es un cobarde
parapetado detrás del aparato represor del Estado
al que basta con que aparezca en escena el marido,
en un acto de alocado valor,
para llamar a la policía con gritos desesperados.
El segundo es cobarde
por miedo a mayores cotas de represión.
Y, en esto de la capacidad de sufrimiento,
no caben las previsiones:
En ocasiones,
los que parecen más débiles
son los que, llegado el momento, más aguantan.
Lo que sí es cierto es que,
en la historia de los pueblos,
hay buenos ejemplos
de alegres luchadores
capaces de soportar las mayores torturas.
Como muestra basta con leer
“La Revolución y el Deseo”
de Miguel Nuñez.
Ni las torturas,
ni la condena a pena de muerte
han doblegado a este viejo luchador.
También es cierto que,
entre la gente de derechas,
hay buena gente,
aunque no aparezcan en la película.
Es bien sabido,
que a la hora de introducir ciertas matizaciones,
a veces,
el cine no tiene mucho cuidado.
Juan de Dios García Martínez